25.2.09

La Carretera hacia la Luna

Al profesor Cristóforus, eminente explorador de los Mateocéanos imaginarios, se le ha ocurrido la peregrina idea de proyectar la construcción de una carretera hacia la Luna. Aunque diversos amigos ingenieros y físicos se han apresurado a desanimarlo, por los numerosos inconvenientes que presenta el proyecto, el profesor no ha dudado en continuar con su propósito, alegando que "todo es posible en el mundo abstracto del pensamiento".

Uno de los ingenieros amigos de Cristóforus, la profesora Sebastianis, ha declarado que si se lograse trazar una carretera recta hacia nuestro satélite, al enganchar dicha carretera con la superficie lunar el movimiento orbital del satélite empezaría a retorcerla y a enrollarla sobre la Tierra. En ese caso, a menos que la carretera se hiciera con un material flexible e infinitamente elástico, sólo podrían suceder dos cosas: que la carretera se rompiera inmediatamente, o bien, si es suficientemente sólida, que arrastrara a la propia Luna hacia la superficie terrestre hasta colisionar con ella. La profesora Sebastianis sólo encuentra ante este problema la solución de no enganchar la carretera a nuestro satélite, sino dejarla sin terminar, suelta en el espacio, pero esto obligaría a cualquier viajero que usara la carretera a esperar que la Luna, después de dar su vuelta orbital, se colocara en la posición exacta para "saltar" desde la carretera hasta la superficie lunar. La maniobra, debido a la velocidad de nuestro satélite en su movimiento de traslación, sería tremendamente arriesgada.

Uno de los físicos, el profesor Cortés, ha puesto reparos al uso de la carretera. Afirma que ante la falta de gravedad en el espacio exterior, el agarre de los vehículos sobre la misma sería nulo, con lo que se tendría que emplear algún tipo de atracción magnética entre la superficie de la carretera y los coches que circularan por ella. También, debido a la falta de aire una vez que se sale al espacio y en la propia superficie lunar, los vehículos han de ir presurizados, y a nadie se le debe ocurrir durante el trayecto bajar las ventanillas en ningún momento.

Frente a los obstáculos y constantes discusiones que sostiene con sus colegas, el profesor Cristóforus insiste, como niño caprichoso, en que tiene la ilusión de poder ir algún día a la Luna conduciendo su propio coche, como el que se va a la playa cuando llegan las vacaciones. Sus compañeros intentan desanimarlo por todos los medios, pero se ha encabezonado en sus propósitos y permanece impermeable a todas las críticas.

El Sr. Pizárrez, que trabaja en una empresa de automóviles, le ha manifestado también al profesor las dificultades técnicas añadidas por la inmensa distancia de la Tierra a la que se encuentra la Luna. Parecería que nuestro satélite está al alcance de la mano, especialmente cuando lo vemos cerca del horizonte, pero la distancia real es de 384.000 kilómetros. Si un coche circulase por la carretera a una velocidad media de 120 kilómetros a la hora, se necesitan más de 3.000 horas para cubrir esa distancia. Haciendo una media de diez horas diarias de conducción, los viajeros pueden tardar trescientos días en llegar a la Luna. Son necesarias gasolineras para repostar y hoteles para pernoctar, y si se reducen las paradas a una sola al día, tendrían que instalarse no menos de trescientas gasolineras con sus correspondientes hoteles a intervalos iguales a lo largo de toda la carretera.

Además, continúa el señor Pizárrez, tenemos el tema de las revisiones del coche. Si hacemos una revisión al coche, con su cambio de aceite, filtros, bujías, etc., cada 30.000 kilómetros por ejemplo, han de instalarse doce o trece talleres. Y el automóvil, si al salir de la Tierra está nuevo, cuando llegue a la Luna tendrá casi cuatrocientos mil kilómetros, con lo que estará al final de su vida útil. Para un viaje a la Luna hay que comprar un coche nuevo en la Tierra y desecharlo para desguace cuando se llega a la Luna. Ni que decir tiene que si se quiere regresar desde la Luna también en coche, hay que comprar otro en la superficie de nuestro satélite, y por tanto se ha de abrir allí un concesionario.
De cualquier manera, Cristóforus sigue contumaz, y ya tiene trazado unos planos de una autopista que partiendo desde la Antártida tangencialmente a la Tierra se va separando suavemente de la superficie de nuestro planeta, que se curva sobre sí misma siguiendo las geodésicas, mientras que la carretera se mantiene recta apuntando directamente hacia el espacio exterior. La idea del profesor recuerda vagamente a la historia narrada por Tolkien, la de los barcos élficos que partían de los Puertos Grises en la Tierra Media para alcanzar la sagrada Valinor. Al igual que esta leyenda, el proyecto del profesor Cristóforus no parece que pueda salir del terreno de la fantasía para convertirse algún día en una construcción real. Seguiremos informando a ver en qué queda todo esto.

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